miércoles, 30 de noviembre de 2011

El asesino de los ojos


El despertador sobre la mesilla de noche marcaba las cuatro de la tarde cuando la mosca se posó sobre el cadáver de Jheanne, una mujer adúltera que había sido sorprendida entre las piernas de su amante, George Taylor, el joven repartidor de pizza que descansaba unos metros más allá, con los pantalones aún enredados en los tobillos y un enorme agujero en el pecho.

Si la mosca hubiera volado más por el instituto forense de Dumplace, en lugar de perder el tiempo en las orillas putrefactas de los pantanos Grey, habría sabido al instante que aquél feo agujero en la camiseta de George sólo podía haberlo causado una recortada con balas del calibre doce disparada a menos de cuatro metros, probablemente por el marido furioso de aquella infiel de labios rojos.

Pero a la mosca todo aquello le daba igual. Se limitaba a disfrutar el olor dulzón de los cadáveres mientras se frotaba las patas delanteras, como un pervertido ante la sección de lencería en una tienda de segunda mano, saboreando el gran banquete frente a sus ojos antes de probar bocado.

Sus primeros pasos tras el aterrizaje la llevaron a través del carmín de Jheanne, por las llanuras empolvadas de sus pómulos hasta el rímel de sus pestañas. Allí deberían haber estado sus mediocres ojos marrones. Pero no estaban.

La mosca, confundida, voló hasta la nariz de George, una buena pista de aterrizaje. A cada lado no quedaban más que un par de agujeros ensangrentados. Finalmente se decidió por la cuenca izquierda. Había sido la primera en llegar y tenía dónde escoger, pero pronto llegarían más como ella, atraídas por el hedor. Satisfecha con el lugar elegido, puso sus huevos y emprendió el vuelo.

Tras varias vueltas y revoloteos por el lugar, abandonó la casa por donde había entrado, la única salida posible: el garaje, con un todoterreno verde llenando la estancia y una pequeña rendija en la puerta, que alguien parecía haber cerrado manualmente desde fuera.

Si la mosca hubiese mirado en el interior del vehículo habría visto el cuerpo de Phillip, el marido de Jheanne, volcado sobre el asiento del copiloto, con una mano de nudillos blancos aferrando tercamente el cañón de una recortada, la otra mano aferrando con desesperación la herida del cuello por la que se le había escapado la vida, y unos ojos que, de haber estado allí, hubieran sido la viva imagen de la sorpresa y la incredulidad.

Pero a la mosca todo aquello le daba igual.


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