miércoles, 28 de marzo de 2012

Microrrelato 129


La curiosidad vació el cargador entero sobre el gato metomentodo; una bala por cada una de sus siete vidas.






domingo, 25 de marzo de 2012

Los motivos de Leroy



Johnny cogió su fusil y realizó dos disparos. No hubo tiempo para más: la horda de cadáveres putrefactos se abalanzó sobre él, arrebatándole a mordiscos las manos que sostenían aquel arma inútil ante la superioridad del enemigo. El dolor explotó en alaridos que resonaron en las habitaciones, pero ya no quedaba nadie con vida para ayudar a Johnny; ninguno de sus compañeros. Aquella casa, al igual que el viejo mundo, pertenecía a los muertos.

Pronto cesaron los gritos, y el sonido húmedo de la carne masticada fue sustituido por el eterno gemido lastimero de los cadáveres. Ellos ansiaban la vida, y en ninguno de los cuatro cuerpos despedazados que había en la casa quedaba rastro alguno de ella.

A kilómetros de allí, un centenar de hombres, mujeres, y niños, se detuvo al oír los disparos. Todas las miradas se dirigieron hacia una única persona: un anciano de mirada dura que lideraba la marcha del grupo, ayudado por un bastón y un M4 que portaba colgado al hombro. Éste titubeó unos segundos, y su mano tembló sobre el cayado; luego negó con la cabeza y el grupo reemprendió la marcha en silencio.



–¿Quería usted verme?

Un hombre anciano levantó la mirada de los mapas que cubrían la mesa. Hacía mucho calor dentro de la tienda y el sudor empapaba la camisa del viejo, que en algún momento del pasado había sido blanca.

–Pasa, hijo –ordenó con voz cansada–. ¿Me recuerdas tu nombre?

–John, señor.

–John... –murmuró el anciano, haciendo memoria–. Johnny... Estuviste en el saqueo del centro comercial, ¿cierto?

Johnny empalideció al recordar aquello. 

El grupo de supervivientes pasaba cerca de una gran ciudad. Leroy, el anciano que lideraba el grupo, había decidido enviar unos cuantos hombres para buscar suministros. El objetivo era el centro comercial. Todo se complicó en extremo cuando alguien perdió los nervios y empezó a disparar. Los muertos de la ciudad acudieron en un instante, alertados por el ruido. Johnny había sido el único superviviente.

El carraspeo forzado del anciano le devolvió a la realidad.

–Sí, señor. Fui el único que pudo volver.

El viejo Leroy asintió con la cabeza. Imaginaba el infierno que había tenido que pasar para poder regresar con vida. Invitó a John a acercarse a la mesa y le mostró los mapas.

–Según estos planos estamos cerca de una pequeña población. Se desvía de nuestra ruta unos cuatro kilómetros. Voy a enviarte con unos cuantos para que echéis un vistazo. Quiero que traigáis cualquier cosa de utilidad que encontréis allí, ¿entendido?

–Entendido, señor –contestó Johnny, pálido, pero sin dudar–. ¿Quién vendrá conmigo, señor?

–Charles, Frank y Jimmy. Llevaréis un fusil cada uno y munición.

Aquello no tenía sentido para Johnny. Las armas de fuego hacían demasiado ruido; atraían a los muertos desde kilómetros a la redonda. Solían utilizar armas de cuerpo a cuerpo en sus incursiones, silenciosas. Incluso envolvían su calzado en ropa para amortiguar sus pisadas. El silencio era una máxima en aquellos días. John no le dio muchas vueltas, siempre había un motivo en las acciones de Leroy. Si así lo ordenaba, así se haría. Si habían llegado tan lejos era gracias a su criterio y su buen hacer.

–Salís ahora mismo. Ve a recoger el equipo y avisa a tus compañeros. Conoces la ruta que seguiremos. Alcanzadnos cuando terminéis.

–Entendido, señor.

Johnny salió de la tienda y el viejo se sentó en la silla que presidía la mesa, cansado. Siempre había un motivo en todo lo que hacía Leroy.




El sol se ponía detrás del anciano, que alcanzaba a ver todo el campamento desde aquella colina. Descansaba sus manos sobre el bastón que lo acompañaba a todas partes. No lo necesitaba para caminar, pero le parecía apropiado para alguien de su edad; un arma silenciosa y contundente, los mejores adjetivos para sobrevivir en aquella pesadilla.

Fijó la vista en una joven pelirroja y atractiva llamada Sarah. La localizó abajo, junto a la carreta, haciendo reír a los niños; los únicos que todavía podían permitirse ese lujo. Leroy había olvidado cómo era reírse. Ya antes de todo aquello apenas lo recordaba, pero cuando los muertos empezaron a caminar y a comerse a los vivos, Leroy perdió la sonrisa para siempre. Conocer a Sarah había cambiado eso.

La vio alejarse de los niños y caminar entre las tiendas para ir en busca de un hombre. Se llamaba John. Leroy lo veía entrar cada noche en la tienda de Sarah. Lo había enviado a saquear el centro comercial con la esperanza de dejar de verlo, pero aquel joven molesto se las había apañado para regresar, magullado, empapado en sangre y vísceras, pero vivo y sin un solo mordisco.

Leroy frunció los labios mientras estrujaba el bastón.

–Quizás la próxima vez no tenga tanta suerte.






miércoles, 21 de marzo de 2012

Incursión poética 1


En la playa,
tu toalla se cubrió de arena,
tu melena se lanzó a volar;
a danzar, junto con el viento:
suave movimiento que eriza la mar.

En tu boca comencé a temblar.

En el mar, cada ola nos mira;
su envidia, ciega, al gritar:
"Por más que os dibujéis en la arena
os volveremos a borrar".

La vieja herida comenzó a sangrar.

En la espuma, tu cuerpo y el mío;
el frío, en medio: quiere arraigar.
Ya hay distancia entre nuestros labios;
sabios, no necesitan hablar.

Como nunca antes, me volví a marchar.

Y en la playa, 
tu toalla se cubrió de pena,
tu melena se hartó de soñar.
Las palabras se las llevó el viento.
Los "te quiero" se los tragó el mar.





martes, 20 de marzo de 2012

Microrrelato 128


El primer día Marta lloró porque se veía gorda, así que Julián se metió en la cama con ella y le demostró que cabía en todos sus abrazos. El segundo día Marta lloró porque se veía fea; así que Julián bajó al trastero, cogió un martillo, y rompió todos los espejos de la casa. El tercer día Marta lloró porque veía en cada mujer la belleza que jamás había sentido en ella; así que Julián fue a la cocina, cogió una cuchara, y le sacó los ojos.



En forma de Tweet



lunes, 19 de marzo de 2012

Microrrelato 127



El hombre araña tembló de miedo cuando el maleante soltó la pistola y agarró el insecticida.






domingo, 18 de marzo de 2012

Microrrelato 126


"Cariño, creo que me sobran unos cuantos kilos", dijo el hombre invisible notablemente azorado, palpándose la barriga. Su mujer rió. Jamás le había preocupado su aspecto.





jueves, 15 de marzo de 2012

Microrrelato 125


Se estremeció de placer al probar sus labios. Sabían a cereza. "Está buenísima", pensó, contemplándola. Y cortó otro pedazo que llevarse a la boca.






Microrrelato 124



Sara era una escéptica: no creía en el amor. Ni siquiera cuando tropezó con él en una estación de autobuses, tampoco la noche que la llevó a cenar.

Sara no creía, pero Alex le hacía dudar. Así que huyó, bien lejos, hasta donde ni las dudas más insidiosas se atrevieron a seguirla, y luego aún más allá. Fue allí, en lo más remoto, lejos de toda duda, donde pudo entender la verdad.

Hace unos días Sara regresó, pero ya es tarde. Ahora él cena con otra mujer, y parecen felices. Ella ha vuelto a marcharse, con la angustia en los bolsillos y pedazos de alma rota rodando por sus mejillas. Dicen que anda por ahí, buscando una máquina del tiempo.





miércoles, 14 de marzo de 2012

Microrrelato 123



Estás solo.

Te sientes solo.

Procuras no pensar demasiado en ello: trabajas, sales, conoces gente, te diviertes. Pero a veces te sorprendes mirando al vacío: las manos en la barandilla; los nudillos, blancos, aferrándose a la vida. A menudo te preguntas qué hay al otro lado de esa valla; qué hay al otro lado del abismo.

Una noche celebran una fiesta y decides acudir. El mundo entero decide acudir. Mires donde mires, encuentras a alguien; hagas lo que hagas, tropiezas con alguien. Sin embargo, sigues sintiéndote solo. Vacío. Sabes que algo no encaja, que una pieza del puzle está defectuosa. Que tú eres esa pieza: gris y cuadrada, en un mundo redondo y azul.

Tu novia también está allí. Se acerca y te pregunta qué te pasa. Te nota extraño. Sabe que te ocurre algo. “Nada”, contestas. Nada. La mentira que revienta cualquier polígrafo. Sin embargo ella sonríe y se marcha a por otra copa. Ya no le importas. Es pura fachada desde que se acuesta con otro. Cree que no lo sabes, pero se equivoca. Es sólo que a ti tampoco te importa. Quizás su mal gusto. No, tampoco eso. Qué más da su traición cuando el mundo entero te ha fallado.

Esa misma noche subes a la azotea y te arrojas al vacío, sin nudillos blancos. Por fin descubres qué hay al otro lado de esa barandilla: vértigo, el viento en tu cara, indiferencia.

Y luego nada.






Microrrelato 122


Algo se había roto. La miró y se preguntó cómo podía echarla de menos si estaba allí mismo, tendida junto a él, al alcance de un par de palabras. Calló, y el silencio alimentó la grieta. Cuando por fin se decidió a hablar, el abismo era ya insalvable. Ambos se vistieron aprisa. De pronto, sentían frío.






Microrrelato 121


La hoja en blanco lo tenía obnubilado. Tras horas de amarga e infructuosa espera, el tintero, desesperado, se arrojó sobre el papel, regándolo por completo de letras. Tal era el bloqueo del escritor que ni siquiera logró ordenarlas, y el mensaje quedó sin sentido.






Microrrelato 120



Hace tiempo que los colores se apagaron para Gabriel: desde que sostuvo la mirada al sol y, por insolente, éste quemó sus retinas. Cinco añitos, y ya aprendía que ninguna rosa es inerme; que lo hermoso también puede ser dañino.

Diez años después es otro fuego el que le abrasa, otra Rosa la que le que clavará sus espinas. Aunque no puede verla, sabe bien cómo huele la belleza, y así la siente acercarse. Pero su sonrisa, efímera, se marchita cuando Rosa pasa de largo.






martes, 13 de marzo de 2012

Microrrelato 119



El neoludita salió incólume de la pugna con los androides. Yacían en la moqueta, desjarretados; el exoesqueleto hecho añicos, salpicando de fragmentos metálicos aquel cuchitril.

El neoludita gritó, airado. Le crispaba la osadía de su raza: perdiéndole el miedo a los dioses, primero; el respeto, después; para acabar usurpando su labor con aquella pseudovida, aquel plagio mecánico.

El creador lloró a sus crías. Miró al neoludita, y vio la crueldad en sus ojos. La crueldad. El odio. La intolerancia. Losas inherentes al ser humano. Había puesto cuidado de filtrarlas en sus pequeños, de eliminarlas por completo de su herencia.

Pero aquel loable gesto resultó ser su destrucción.






Microrrelato 118 - Al final de las escaleras


Harry escondía un monstruo en el sótano.

Vivía allí abajo: una pátina de mugre verdosa que cubría el suelo más allá de las escaleras. Se movía lentamente, milímetro a milímetro; y, si uno acercaba la oreja lo suficiente, podía oírle respirar.

Harry la acercó. Demasiado. Por eso Harry llevaba siempre el pelo largo; prefería evitar preguntas y miradas indiscretas.

Al principio fue fácil complacer al monstruo: basura y desechos. El olor atrajo a los ratones, y éstos a los gatos. Pronto no quedó ni un solo felino en todo el vecindario. Si el monstruo no se alimentaba, reptaba escaleras arriba; un día, un escalón.

Cuando tocaron el timbre aquella mañana, la sucia alfombra, verde y viscosa, asomaba ya por debajo de la puerta. Harry la miró con desprecio mientras se apresuraba a atender la llamada.

–Buenos días, señor –le soltó a bocajarro una chiquilla que no tendría más de diez años–. ¿Quiere una caja de galletas? Son sólo tres dólares. ¿Me compra una caja, por favor?

La joven Scout hacía pucheros, ronroneaba; tenía ojos de gato.

–Está bien, está bien –concedió Harry–. Pasa y déjala en esa habitación.

La joven Scout saltaba, sonreía; era fácil de complacer. Corrió hacia donde Harry le indicaba, pero se detuvo ante las escaleras.

–Está muy oscuro ahí abajo, señor –dijo mientras tanteaba la pared–. ¿Dónde está el interruptor?

–A él no le gusta la luz.

Harry empujó a la niña escaleras abajo y cerró la puerta. No hubo gritos.

Nunca había tiempo para los gritos.






Microrrelato 117



El cuchillo de peltre era el elemento discordante sobre la mesa. Ésta estaba enterrada bajo la misma gruesa capa de polvo que inundaba toda la habitación. Nadie había entrado allí en años. Sin embargo el cubierto permanecía impoluto.

Balin tuvo la sensación de que la suciedad misma lo rehuía, y en el miedo de las partículas de polvo encontró motivos para albergar el suyo. Salió de allí aprisa y sin titubeos. No había noble que pagase tanto oro por recuperar un viejo cuchillo, ni ladrón que, jugando con magia, viviese para disfrutarlo.






Microrrelato 116


Gorkhu desechó la vaina que le ofrecían y alcanzó un tahalí de cuero para portar su espada a la cintura. Le gustaba que sus enemigos pudieran echar un vistazo a la sangre reseca de la hoja. En numerosas ocasiones aquello le permitía no tener que llegar a desenvainar.






Microrrelato 115


En el Zaren-Khan el gongo sonaba por dos motivos: piratas, o tierra a la vista. Sin-Yuan conocía aquella ruta marítima como la deteriorada palma de su mano y, mientras escuchaba los continuos repiqueteos de la campana desde su camarote, cayó en la cuenta de que aún faltaban semanas para avistar el próximo pedazo de tierra firme.






lunes, 12 de marzo de 2012

Microrrelato 114


Sam nunca había tenido suerte, siempre había huido de él. Aquel día él también huía, con las manos atadas a la espalda, corriendo delante de un loco que lo perseguía por el bosque enarbolando una motosierra. 

Un loco llamado Jack. 

Una rama oculta entre la hojarasca puso freno a la pintoresca persecución. Jack preparó el golpe que acabaría con la vida de Sam, pero la motosierra se apagó con un quejido ahogado. 

Sam se relajó. Pensaba que la suerte al fin le sonreía. Pero Jack era un leñador nostálgico, y nunca salía de casa sin su hacha.





Microrrelato 113


El cielo se llenó de gritos, y el suelo de cadáveres. El mecanismo había fallado y los asientos se abrían mientras la montaña rusa giraba.





viernes, 9 de marzo de 2012

Microrrelato 112


Jack trabajaba todos los días. Entre semana arrancaba la motosierra y talaba árboles. Los domingos la ponía en marcha para despedazar personas. Hastiado de ver volar serrín, paró para tomarse un respiro. La madera lo aburría: no pataleaba, ni protestaba; se dejaba hacer. Suspiró. Aún era martes, y ya echaba de menos los gritos.





Microrrelato 111


Jaime volvió en sí poco después del golpe. Recordaba la negativa en la entrada de la discoteca, la discusión con el portero, el chiste sobre su inteligencia y los posibles lazos de consanguinidad de sus padres. 

Notaba el suelo en la oreja, y la sangre en los labios. Con el ojo que aún podía abrir vio como aquel gorila enajenado saltaba repetidamente sobre sus costillas. La visión lo horrorizó, y volvió a perder la consciencia. Esta vez para siempre.





Microrrelato 110


Aquel antro mexicano tenía fama de poseer la receta más picante del mundo. Le había costado encontrarlo; tan pequeño, tan apartado, tan... sucio. James era un apasionado del picante; miró el contenido del plato con escepticismo y, finalmente, se animó a probarlo.

Nada.

La decepción le recorrió el cuerpo; un leve hormigueo, una sensación extraña. No era decepción, era algo distinto, irritante: picaba.

Minutos después, una comezón abrasadora le recorría el vientre, implacable. Rascó y rascó hasta levantarse la piel, y luego siguió rascando hasta llegar al estómago. Y cuando por fin pudo abrirlo y rascarse el interior, entre estertores, murió aliviado.





Microrrelato 109


Las ratas empezaron a comérselo por los pies. Afortunadamente, su cabeza estaba lejos de allí, y no pudo presenciar el macabro banquete.





jueves, 8 de marzo de 2012

Microrrelato 108


Para cuando llegó arriba del todo, estaba exhausto. 

Pablo no entendía por qué el tablón de las calificaciones tenía que estar en el piso de arriba. Mientras deslizaba rápidamente su orondo dedo por la lista de alumnos, maldijo las escaleras, los tablones, las listas con decenas de alumnos, y los dedos rollizos. 

Encontró sus apellidos entre tantos otros. Suspenso. Maldijo también a las matemáticas, por inventar los treses; y a la madre de su profesor, por inventar a quien le había adjudicado uno. 

La frustración y un puñetazo en la pared rompieron el precario equilibrio de la única chincheta que mantenía la lista unida al corcho. Viendo lo que se avecinaba, el folio huyó, asustado. La chincheta, sin embargo, se tomó aquello como una invitación a jugar y, tras dos piruetas en el aire, aterrizó en el ojo sorprendido de Pablo. 

El dolor y la ceguera rompieron el precario equilibrio del estudiante, que trastabilló y cayó por las escaleras, maldiciendo al que inventó las chinchetas y los huesos rotos. 

Para cuando llegó abajo del todo, estaba muerto.








miércoles, 7 de marzo de 2012

Microrrelato 107


Se disparó un arma vacía y un actor cayó muerto sobre el escenario. Al fondo del teatro, el diablo prorrumpió en aplausos.





Microrrelato 106


El timador miró al banquero. El banquero miró al inocente. Los tres sonreían, pero sólo el timador entendió el chiste.





Microrrelato 105


Tímida y delicada, de mirada inocente hasta que se demuestre lo contrario. Entre sus labios hallarán la prueba y, para entonces, lo de menos será el veredicto.





martes, 6 de marzo de 2012

Microrrelato 104


A veces la niña se caía al suelo, se hacía daño, y rompía a llorar. Entonces él se arrodillaba a su lado y le soplaba en la herida. Aquella noche era él quien se moría en un mar de lágrimas. Y su hija se acercó a soplarle el corazón.





Microrrelato 103


El extraño solía llamar con insistencia todos los martes a la misma hora. Entonces Lidia se escondía y se tapaba los oídos. Aún así, a veces veía a su madre con el vestido rojo abrirle la puerta al extraño, para encerrarse con él en su habitación. Aún así, a veces oía los gritos. 

Aquel martes mamá no estaba, y la niña se decidió a abrir. El extraño la miró desde lo alto, sorprendido. "Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí?", dijo mientras cerraba la puerta. Pronto Lidia descubriría por qué gritaba su madre.





Microrrelato 102


"Da-da", se le escapó al bebé desde el fondo de una enorme sonrisa, mientras se aferraba al dedo de su padre. Un padre demasiado joven que solía sonreír de la misma forma hasta que lo atropelló la vida.





Microrrelato 101


Amartilló el rifle con manos expertas y apuntó con ojos de veterano. Tiraba a dar, disparo tras disparo, y así había ido matando su infancia.





lunes, 5 de marzo de 2012

Microrrelato 100


No sólo perdió a su madre aquella noche. Otros pedazos de su alma también se quedaron en el camino, mientras su padre le obligaba a arrastrar el cadáver hasta el maletero.





domingo, 4 de marzo de 2012

Microrrelato 99


A finales de dos mil doce descubrimos que no estábamos solos en el universo. Eran como nosotros. Al menos en su naturaleza destructiva.





sábado, 3 de marzo de 2012

Microrrelato 98


Matt observó los cadáveres humeantes: un crisol de razas y culturas que se fundían con el suelo. La guerra hizo desaparecer las diferencias; les proporcionó un enemigo común al que temer y odiar. La raza humana unida frente al invasor. Matt suspiró. Probablemente los derrotarían. Y cuando los alienígenas hubiesen sido expulsados, seguirían matándose entre ellos.





viernes, 2 de marzo de 2012

Microrrelato 97


Cuando abrió los ojos se encontró atado a una mesa de operaciones, bajo los efectos secundarios de la abducción. Sobre él trabajaba el sujeto CT0023. Lo reconoció porque le faltaba uno de sus apéndices –él mismo lo había cercenado–, y tragó saliva con dificultad. Los de aquella especie tenían una norma: ojo por ojo, tentáculo por tentáculo.





jueves, 1 de marzo de 2012

Microrrelato 96


Lo que más les sorprendió de los humanos fue la enorme diferencia entre lo que decían sus labios y lo que decían sus mentes.